Caminante de la lluvia
Llueve. Acaso sea una modalidad de la tristeza; quizás una pausa en el devenir de las horas cansadas de un domingo adormilado. El agua baja del cielo para infiltrarse entre objetos y árboles, sutil, melancólicamente chispeante de mustios grises. Para mojar siluetas y sombras, para sumirse en ríos minúsculos que convergen a un estuario imaginado. A un océano pacífico y ausente, esmerilado tras una húmeda cortina color humo. Llueve y no hay nadie en la soledad insidiosa del invierno.
Un paraguas cruza la tarde, negado de apuros y ladeado por puro capricho. Lento en su andar, errático su dueño. Pasos que conversan con baldosas y charcos, buscador de treguas en un derrotero sin destino. Intimidad de la marcha bajo el breve amparo de un refugio seco, parecido al calor hogareño pero carente de palabras y huérfano de respuestas. Llueve y hay languidez en el aire. Ausencia de personas tras la cálida llama de una estufa fragante de leños. Vacío de aceras que se lavan de juegos y otras alegrías de la infancia. Penas de cielo oscuro, denso de nubes, monótono de gotas calladas, iguales, inermes.
El hombre camina. Bajo sus zapatos mojados, avanzan con desgano los minutos. No tiene apuro; el tiempo, igual que el agua, resbala sobre él. Hay cierto placer en su mirada y un puro candor en sus mejillas sonrientes. Relumbre de paz interior de quien no siente la amenaza del tránsito o la mórbida tenaza de la llegada. Es tan solo, una figura más en la taciturna calma de la jornada, integrante por decisión de la llovizna. Pasajero del atardecer, viajero inveterado de sus propios sueños. ¡Olvidado deleite de los viejos tiempos, cuando se gozaba la lluvia como un regalo del cielo bondadoso, cuando no existían tantos automóviles que nos aislaban del clima y debíamos caminar para acceder a los muchos puertos de nuestros deseos de peatón...!
No ya la violenta tempestad de la sudestada, pero sí la tranquila transigencia de una lluvia amable, puede concitar el interés de quien sufre desvelos de soledad o tristezas de encierro. El paraguas puede ser un útil abrigo; quizás, opte por privarse del mismo, para salir a la intemperie nada más provisto con una práctica prenda, humilde y simple. Como la ruta a seguir y los paisajes a observar. ¿Para qué más, a quien busca conversar consigo mismo en la intimidad de sus pensamientos?, mirando pasar a su lado, como una pátina húmeda y antigua, casas y árboles, veredas sin dueño y correntadas adolescentes buscando el cauce madre de la alcantarilla...
Bien dicen que el agua, acaso un auténtico milagro de la naturaleza, lava heridas y cura llagas, aún las del alma. En su brincar a la tierra, aligera la atmósfera de polvo en suspensión y le da color a los objetos, otorgándoles la prístina imagen de vida renovada, vuelta esplendor, riente y alborozada. ¿Acaso no excomulga el mal al mojar la frente o alivia la fiebre al humectar los labios resecos...?.
La lluvia permuta ansiedad por júbilo; es liviana carga que se lleva en la piel de las mejillas, incitándole a respirar por sus poros el tedio de la edad acumulada, para renacer en fresco rubor de juventud.
En la pasiva abstinencia del paraguas, las gotas murmuran sordas frases celestes, golpeando y golpeando el negro parche hasta preludiar la grave sinfonía de sus menudos timbales. Primitiva música que acompaña el viaje del hombre al corazón profundo de su pueblo, un Berisso que yace en el silencio interior del agua. Que bautiza en sus veredas o acurruca tras el ventanal, la voluntad de sus criaturas.
La lluvia cae y cae, mansamente, con su cadencia de himno y su cualidad de vapor extraño a la realidad de las cosas. Un vehículo cruza la bocacalle y despega con sus gomas, una lámina líquida que restalla con curiosa fugacidad en la monotonía de la cuadra. Nadie despierta. Ni las hojas se agitan ni las puertas se abren. Solo el cuchichear involuntario de una canaleta -juguete de lata- y el croar de un olvidado sapo de verano, disuelven la cristalina pereza de la hora, devolviéndola a la novedad del tiempo.
Poco a poco, el transeúnte marcha, muy adentro de la calle, muy afuera de la muchedumbre. Solitario bajo el paraguas, uno más bajo las nubes. Tras la esquina, su estampa se hace curva, como quien dobla a la ausencia. Para ya no volver.
Llueve y hay gente feliz.
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