Las flores del bien

Desde tiempos inmemoriales, la flor ha sido objeto de adoraci ón estética, elemento figurativo asociado a cultos y creencias místicas, o bien, distintivo de arte puro, en numerosas civilizaciones y períodos históricos, trascendiendo su valoración a nuestros días. Aún sigue siendo paradigma de amor galano, ofrenda de pasión del caballero a su dama. Testimonio de dolor compartido en veladas de recogimiento fúnebre, regalo de cumpleaños, corona de novia ante el altar de su boda, obsequio de matiz y perfume. Joya por excelencia de la naturaleza.

Mucho más pragmáticos, botánicos y otros hombres de ciencia, estudiosos de la anatomía vegetal, consideran que es únicamente un mecanismo perfecto para llamar la atención de los insectos y poder transmitir su polen en vuelo -polinización entomófila-, realizando la fecundación cruzada entre ejemplares de una misma especie. En síntesis, la flor es -para ellos-, tan sólo un " aparato de reclamo sexual ", diseñado al efecto por millones de años de evolución.

Para floristas y oficios correlativos, en cambio, la visión que se tiene de su estructura, diseño y razón de ser, no entra en el compendio de sus consideraciones, habida cuenta que se trata de un medio para conseguir utilidades y subsistir decorosamente. Retrotraigámonos ahora a una época particular de nuestra ciudad, la de la etapa inmigrante, la de aquel conglomerado obrero que supo fatigarse tras los muros del frigorífico, para luego llegar a casa y proseguir con el " ocio creativo " de la huerta y el gallinero. Tarea de hombres rudos pero sabios en su comprensión de la vida, junto a mujeres que hicieron lo mismo, con el plus de haber atendido esos singulares segmentos del paraíso llamados jardines.

En parcelas de mediana superficie, recrearon en los frentes de sus viviendas y aún en aquellos espacios que no ofrendaron al cultivo de las vitales hortalizas, territorios amenos para el regocijo visual de los transeúntes, praderas de néctar para el deleite de tantas mariposas y la propia e íntima satisfacción de haber amasado con sus brazos de labriega, un trozo de su tierra natal, distante pero siempre recordada. Fueron vidrieras de exquisita habilidad manual que dieron pábulo a más de una leyenda urbana, por ciertas corolas enormes, coloridos infrecuentes y sutiles bálsamos que lindaron lo imposible. Por décadas, Berisso añejó el espíritu de muchos países -particularmente eslavos y lituano-, que hicieron de su creatividad un modo de expresarse a través de la flor, llevando a las cuadras de chapa y madera de su barrio, un romance de luz y alegría en medio de los sinsabores de una oscura vida de encierro en las fábricas. Fueron estaciones de paz y gozo policromo. Un ciclo de sana competencia entre vecinas por tener el jardín más bello, la rosa más encarnada, la dalia más exultante, el jazmín más prolífico. El amor de una paisana hecho de pétalos y gratos efluvios.

¡Si daba gusto detenerse ante la parrilla de alambre frontal de aquellos hogares para contemplar obras de arte temporales, devaneos de gracia e ingenio con ramalazos de brillo estético!. Era un placer dialogar con la misma dueña de esos vergeles, quien, herramienta en mano, escarbaba la tierra, ataba las plantas, arrancaba brotes secos, regaba, ponía sus manos callosas pero tiernas, sobre aquellos retoños de clorofila, acariciándolos con dulzura de madre y cariño de campesina. ¡Si hasta algunas, lavaron hoja por hoja, con agua y jabón, el polvillo ambiental que las deslucía.!!!. Tal el carisma de la pequeña pero gigantesca cotidianidad de sus actos domésticos. Madres y abuelas de una época jalonada por hechos y acciones.

En esos lagos de amapola, cala, violeta, alverjilla, gladiolo, malvón, geranio, ruda y mil y otras flores, supieron navegar con la brújula instintiva de sus celestes ojos, movidas al solo impulso de la brisa de unos sueños de color. Y para orientar sus pasos, supieron construir tranquilos senderos de mosaico, ladrillo y cuanto material despertara su curiosidad, anegándolos con sombras dulces, aromadas de polen y pétalos fugitivos. Cada jardín contuvo la imagen y personalidad de sus dueñas. No existieron dos iguales entre la diversidad madura de tanto diseño; no hubo dos creaciones que llevaran similar tonalidad e inspiración. Sí, acaso, se parecieron por el rosal emblemático y la dalia feraz, gemelas por gusto y simpatía.

Tiempo de jardines, de risas y charlas junto al portón de la calle, cosecha de flores buenas y espíritus calmos. Paisaje manso donde aún Berisso era pueblo, brotado de chapas, ligero de ruidos y bañado por fragancias. De arco iris fragmentados en hogares humildes, con familias ricas en tradiciones jamás olvidadas.

Cuando sobrevino la partida y ellas marcharon al silencio, ganó el yermo taciturno de la aridez. El hueco insidioso arrebatado por la maleza y la escoria del abandono; el viaje sin retorno al reino de los grises.

La ausencia dolorosa del color.


 

 

 
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