En busca de los aromas perdidos
El transcurrir de los años nos conduce, inexorablemente, a experimentar un proceso de " pérdidas ", las cuales pueden ser tanto de carácter físico como espirituales, afectivas y tantas otras de la más diversa índole. Tan simples e inevitables como la de la memoria o tan desgarradoras como la pérdida de seres queridos. Un espectro amplio de cuestiones como los sucesos que movilizan la existencia misma. Sin embargo, la vertiginosidad sin límites de la era contemporánea, con su aluvión constante de novedades que acceden a nosotros a través de la visión y el oído, nos ha hecho relegar a un extremo segundo plano las sensaciones derivadas de la utilización de otro sentido: el olfato. En efecto, la continua renovación de la tecnología actual, literalmente nos ha " encerrado " en casas " inteligentes " y automóviles " biónicos ", atrapándonos frente a " ergonómicas " computadoras, en medio de ciudades que se expanden en arquitecturas " no euclidianas ", como argumentaría en su fantástico mundo onírico, el excéntrico escritor H. P. Lovecraft.
En esa reclusión, olvidamos los primitivos placeres del contacto cotidiano con la naturaleza real -no la virtual de las pantallas de plasma-, aquellos mismos que dimanan de las fuentes prístinas de una época no tan lejana: baldíos, jardines, viejas casonas, la misma atmósfera de la primigenia aldea inmigrante. Y también, los elementos y artículos que alguna vez usamos, compartimos y que formaron parte del ámbito en el cual crecimos, de frente a otra realidad, más humilde y no tan supeditada a las alternativas de la economía de mercado que pregona su repetido " compre, use y tire ".
Con histórica retrospectiva, se hace menester evocar el efluvio de las alverjillas en flor, que con tanta dedicación cultivaron las paisanas, amén de todo un exquisito océano de corolas y pimpollos tras el alambrado de la fachada de su vivienda. ¡Qué gusto era el barrio en jornadas de atardecidas siestas!. ¡Si daba gusto detenerse para " escuchar " con la nariz, tanta música de aromas...!. Y cuando los grillos y saltamontes venían con la sombra a cuestas, el aire se sumía en el silencio de los pastos, la respiración de la ruda cebadilla, el matorral clorofílico del flechillar y el abrojo enamorado de nuestras ropas. Acariciantes esencias de un mundo de niños jugando a las escondidas.
El freír de los " chicharrones " de tocino se olía mucho antes de saber que los varéniques estaban por servirse en el hule de la mesa. ¡Crepitante fragancia que se llevó la edad de las hamburguesas de plástico y las salchichas de harina...! Poco antes de cenar, el jabón " Manuelita " nos mojaba las manos con agua de rosas, haciéndonos abrir los pulmones al influjo de sus pétalos de espuma obrera. ¡Y qué sensación de inefable frescura la de las prendas lavadas con polvo jabonoso " Rinso ", que vestía por igual tanto a vecinos como a extraños!. De los campos circundantes, provenía el soplo de esencias salvajes del " Pampero ", que le arrancaba tropel de " panaderos " a los cardos, para galoparlos en amplia libertad por calles y veredas. ¡Aroma juvenil de las pampas, jadeo de distancias que acarrea lluvia!. ¡Olor a tierra mojada!. Tal vez, el más embriagador tributo al olfato que aún subsiste, allí donde el cemento no impera. Es la voz del agua que susurra, al hacerse eco de las penas del suelo seco. La sonrisa de la conciencia al purificarse de sus tristezas. Desde el monte ribereño, cuando asoma el verdor de los sauces, nos llega la invisible entidad aromática de sus yemas con la canción temprana del Chiricote. Nos dice que es primavera, que aún vivimos. Al madurar los meses, la madreselva extasía con su dulzura exótica, trasladándonos a la urdimbre de la espesura tras el vuelo de los picaflores y el rubio mangangá .
¡Y qué decir de los almacenes de antaño, con sus aromas a yerba estacionada, a legumbre en bolsas, a detergente suelto, a trapos de piso en reposo, a galletas y masitas en latas, a salamines en ristra, a mil y un alimentos y artículos de limpieza!. ¡Cuánto hálito a sana familiaridad y cálido hogar exhalaron sus viejos estantes!. De igual manera, nuestras queridas verdulerías y fruterías de barrio, con su exposición de apetitosos y coloridos perfumes en cajones de madera, que impregnaron tiempos de mandados, bolsa tejida en mano. Tantas profundas emanaciones que se han perdido con el pasar de los años y que jamás se recuperarán, como el de los resecos pastizales del " campo Castellano ", cuya respiración marchitó las aceras del estío; o el de aquel otro poco querible " guano " que inundó Berisso durante la era de los frigoríficos... Muchos deliciosos olores aún persisten y son caros a nuestros sentimientos: el pan cociéndose en las madrugadas, los asados a leña de los domingos, la explosión de los jazmines en noviembre, la leña de sauce secándose en Palo Blanco, la brisa fluvial en La Balandra, el alimonado sahumerio de las magnolias en los patios añejos. ¡Sencillos alientos de nuestro pueblo costero!.
La memoria, intrincada y curiosa maquinaria, coadyuva al bienestar del hombre al recuperar los aromas perdidos en decenas de lustros, interactuando con el olfato en la captación de sutiles vahos, para transportarnos al instante al origen de los mismos, relacionando episodios olvidados y entrelazando muchos capítulos de la vida. Así, recrear la experiencia de volver a la infancia, sumergida -pero nunca ida- en las honduras infinitas del alma, es procurar el efímero aletear de la felicidad, que dulcificará por prolongados y preciosos instantes las fibras más delicadas de nuestro ser, gratificándonos con su aproximación a la eternidad.
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